sábado, 23 de abril de 2011

Bajo la escalera

Llevábamos viviendo en aquella casa al menos tres años y nunca habíamos reparado en el diminuto picaporte que había en la pared bajo la escalera. El primer día que nos instalamos Ana y yo, dejamos una de sus cajas de juguetes en aquel rincón con la intención de colocarlos en el lugar apropiado cuando llegara el momento. Pero ese momento nunca llegó. Ana creció demasiado rápido y olvidó sus juguetes. Ya no los usaría más, pero ninguna de las dos teníamos valor para tirarlos, así que la caja permaneció en aquel lugar definitivamente.
Hace un par de meses vinieron a vivir con nosotras Juan y su hijo Mateo. Mateo acaba de cumplir seis años y al descubrir la caja de los juguetes experimentó una alegría indescriptible. No ha sido fácil para él dejar su anterior hogar. Lo sé, le comprendo bien. En los últimos años todos nosotros hemos experimentado esa misma sensación de desamparo e incertidumbre.
Juan y yo decidimos que Mateo tomara posesión del hueco bajo la escalera e instaurase allí su reino. Ana le cedió sus juguetes tras hacerle prometer que los cuidaría bien, y él, Mateo, nos lo agradeció dándonos a Ana y a mí un gran beso. Ese fue el primer gesto sincero de cariño que tuvo con nosotras y ambas lo recibimos como un magnífico regalo.
Pero cuando todo parecía que empezaba a funcionar en nuestra nueva familia sucedió algo tan asombroso como desconcertante. Mateó desapareció. Los tres le buscamos por toda la casa. Al principio creímos que se trataba de un juego, a todos los niños les gusta esconderse y aguardar conteniendo la respiración a que los encuentren. Le llamábamos de forma cantarina esperando oír su risa traviesa bajo las camas o dentro del cesto de la ropa sucia pero no hubo respuesta. Alarmados, Juan y yo comprobamos que la casa estaba bien cerrada, que no había ventanas ni puertas abiertas. Corrimos arriba y abajo abriendo armarios y arrojando fuera todo su contenido hasta que Ana nos llamó en un grito.
Nos precipitamos hasta llegar a su lado y allí, bajo la escalera nos mostró la puertezuela hasta entonces desconocida. Estaba abierta y mostraba el inicio de un oscuro pasadizo.
Juan fue el primero en asomarse y llamar a Mateo con desesperación. Le llamó una y otra vez para escuchar solamente su propia voz rebotando contra las frías paredes de aquel pasadizo.
-Voy a entrar –decidió.
De nada sirvió que Ana y yo tratáramos de impedírselo. Primero introdujo sus brazos, después la cabeza y en un instante su cuerpo entero fue absorbido por aquella oscuridad.
De pie, las dos nos mirábamos absortas sin saber ni qué decir ni qué hacer. Ana, mucho más valiente y decidida que yo se lanzó precipitadamente detrás de Juan sin darme tiempo a decir ni una palabra. No me quedó opción, las personas que más quería acababan de desaparecer bajo la escalera y yo las seguí en un acto tan irracional como lógico.
Solo recuerdo una sensación de calor agradable y una corriente de aire que azotaba mis ojos impidiéndome abrirlos y ver así por dónde me deslizaba. Cuando me detuve y los abrí una luz intensa me cegó y necesité unos minutos para acostumbrarme. Aún a ciegas comencé a llamar a Ana, a Juan e incluso a Mateo pero nadie contestó.
Estaba sentada sobre un montón de paja en medio de un prado, entre almendros y cerezos en flor. El olor era delicioso. Por un momento olvidé por qué estaba allí y me deleité con el paisaje y el aroma. Cuando alcé la mirada, contemplé a lo lejos un majestuoso castillo de blancas torres y estandartes azules.
-Su alteza real Mateo I os espera, señora –me anunció una joven doncella despeinada que se parecía asombrosamente a “Lilí peinados mágicos”, muñeca que Ana desechó años atrás incapaz de doblegar aquella maraña de cabellos nudosos.
Obedecí dócilmente y la seguí hasta el castillo custodiado por dos peluches desgastados que esta vez, sin ninguna duda, reconocí como los compañeros de cuna de Ana. Habían ido perdiendo el color y el pelo a medida que fueron pasando por infinidad de lavados, pero es que Ana adoraba dormir abrazada a ellos, tanto, que eran los primeros en recibir sus vómitos, sus mocos y sus escapes a media noche.
Me saludaron cortésmente cuando pasé a su lado, así que interpreté que aquella tortura de lavados y posteriores secados colgando de sus orejas por pinzas parecía olvidada y perdonada. Sin rencores.
Más de cerca comprobé que las paredes del castillo estaban hechas de piezas de plástico. ¡El castillo de la tía Luisa!, recordé, qué empeño tenía aquella mujer en que Ana jugara a las construcciones. Creo que no llegó nunca a sacarlo de la caja. Era evidente que Mateo sí lo había hecho. Y hablando de ese pequeño granuja, allí estaba él, sentado en el trono con las piernas colgando y comiéndose un helado de chocolate, que a juzgar por la cantidad que tenía por toda la cara y parte del cuello era dificil decir quién se comía a quién.
-Hola Eva –me saludó despreocupado.
-Hola –vacile, -¿está por aquí tu papá?, ¿Y Ana?
Mateo señaló hacia la escalera y corrí sin pensármelo hacia allí. Al final de la escalera había un largo pasillo blanco de puertas blancas y picaportes dorados. Fui abriendo una por una hasta llegar a la última donde encontré a Juan brocha en mano pintando las blancas paredes de color azul. Ana, a su lado pintaba un sol. Los dos reían a carcajadas y se salpicaban de pintura. Cuando repararon en mí me convirtieron en objetivo de sus brochas pero no me importó. Verles reír juntos me sumió en tal estado de placer y satisfacción que aletargó todo mi cuerpo. Al momento Mateo se nos unió y los cuatro acabamos manchados de arriba abajo de pintura azul y anaranjada. Qué lugar maravilloso era aquel en el que por fin los cuatro éramos cuatro.
-Tengo sueño –anunció Mateo. –¿Volvemos a casa?
Los tres asentimos sin entender cómo podríamos, pero Mateo parecía tenerlo muy claro así que le seguimos escaleras abajo y buscó en el hueco de la escalera de plástico blanco una puertezuela por la que, sin pensárselo dos veces, se deslizó. Los demás hicimos lo mismo y uno tras otro nos lanzamos confiados.
Allí estábamos los cuatro juntos otra vez. Entre los juguetes de Ana que ahora eran de Mateo, bajo el suelo de la escalera de la casa que fue solo de Ana y mía pero que ahora también era de Juan y Mateo. Atando lazos invisibles tan difíciles de atar.
-¿Me contarás un cuento antes de dormir? –me pidió Mateo en un susurro.
Yo miré a Juan y él me devolvió la mirada serena y dulce que yo anhelaba. Ana apoyó su cabeza en el hombro de Juan y supe que lo peor había pasado.
-Claro que sí Mateo –le dije, -El que tú quieras.

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